Aunque en pedazos, te queremos en casa
Cuando despertó, estaba en un hospital privado. Y le vino a la memoria sus últimas palabras: agárrate hermano porque aquí ya nos morimos. Era lo que había dicho antes de que la camioneta en que viajaban él y seis inmigrantes más cayera a un barranco. Inconsciente lo rescató la Cruz Roja.
Héctor Leonel Hernández, guatemalteco, de 35 años, acostado sobre una camilla, con el brazo izquierdo amputado, el fémur y la pierna derecha fracturados, narra parte de la odisea que sufrió en su travesía para lograr el sueño americano.
Abordaron una camioneta en la mesilla que los llevaría hasta la frontera norte de México. Pasaron una garita de inspección federal. Fue ahí que los comenzó a seguir una patrulla.
El pollero aceleraba en lugar de detenerse, y de pronto volcaron. Lo único que recuerdo es que desperté rodeado de matorrales, oía voces. Comencé a gritar. ¿Donde estás; somos la Cruz Roja?, me contestaron de repente. No dejes de gritar para que te encontremos, recuerda que le dijeron.
Luego lo subieron a una ambulancia: el brazo le colgaba; parecía no tener vida. Cuando despertó, estaba en el hospital Muñoa de la capital tuxtleca. Su rostro expresivo no refleja tristeza, se siente agradecido por estar vivo. Creo mucho en dios y la virgen santísima, gracias a ellos estoy vivo, señala mientras se santigua.
Cuando le pregunté a la enfermera ¿que le pasó a mi brazo; me lo van a salvar? Ella me contestó: no pudimos hacer nada, te lo tuvimos que amputar. No puse el grito en el cielo, me serené. ¿Y mis piernas? No te preocupes, volverás a caminar.
Eso fue un gran alivio.
De su brazo le quedó de recuerdo un anillo que su madre le regaló cuando era niño. El doctor le dijo, si quieres le podemos dar el brazo a tu familia para que lo inhumen en tu tierra. No doctor, respondió, sólo necesito el anillo. Sonríe y alza el brazo derecho:
-Mira, acá lo tengo -exclama.
Acostado con un pañal puesto dice que en su país no vivió pobreza, hasta que su madre tuvo cáncer. Eso lo obligó a endeudarse y a emigrar a suelo norteamericano.
Era comerciante de lácteos. Nunca pasé hambre. Estudió la secundaria, le faltó sólo un diploma para conseguir un mejor empleo. Pero no me hizo falta; siempre me iba bien.
Fueron dos veces que internamos a mi madre en un hospital en mi país, las que bastaron para que nos endeudáramos, por eso no me quedó de otra más que emigrar.
Tengo parientes allá, en Estados Unidos: les hablé y me dijeron vente para acá, nosotros te conseguimos trabajo.
Contactó a un pollero que en la primera ocasión le cobró tres mil dólares por llevarlo hasta Reynosa. Luego otro lo pasó hasta Houston, Texas por mil 500 y finalmente el que lo llevó hasta Nueva York le cobró 600 dólares.
Laboré en la construcción, en esa ciudad de enormes edificios. Ganaba muy bien, tanto así que hasta rentaba un cuarto para él solo. Percibía un salario de 10 dólares la hora y trabajaba 12 horas diarias (poco más de mil pesos diarios).
Con el dinero que enviaba a Guatemala su madre superó su enfermedad y lograron pagar sus deudas. Añoraba seguir ganado billete verde pero la necesidad de ver a sus hijos y a sus padres hicieron que en diciembre del año pasado regresara a Guatemala.
Por eso volví, dice. Él radica en el departamento Aldea la Avellana, en el poblado Taxico Santa Rosa, zona costera guatemalteca. Un lugar rodeado de finqueros poderosos, donde se ve muy poca delincuencia, comenta.
Tiene cuatro hijos, dos varones y dos niñas, el mayor tiene 10 años y la más pequeña dos años y medio. Es el mayor de sus hermanos. Tiene un hermano y una hermana.
Dice estar arrepentido de haber emprendido el segundo viaje. Nunca lo volvería a hacer. No se lo recomiendo a nadie, no vale la pena, puntualiza mientras mira fijamente el techo de la ambulancia.
Se siente destrozado, pero voy a seguir adelante, dice con el rostro serio. Ahora va ir a las escuelas a dar pláticas orientando a los jóvenes para que no les pase lo que a él le sucedió.
Compré un auto en Estados Unidos, un amigo ya me lo lleva para Guatemala. Con ese auto se dedicará a dar paseos turísticos en su pueblo playero. De eso voy a vivir ahora.
Ansío ver a mis hijos: quiero besarlos, dice y los ojos se le llenan de lágrimas. Nunca más los abandonaré: ya quiero estar con ellos.
Me vinieron a ver mi padre, mi madre y mi esposa. Están muy contentos de que yo esté vivo. Aunque sea en pedazos, te queremos con nosotros, te esperamos en la casita, le dejaron dicho sus familiares.
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